jueves, 5 de abril de 2012

Quincena- Mafer Morán

Al salir de la casa saludé rutinariamente a Doña Ester y a Don Simón, siempre quejándose de los pedinches “tocapuertas”.
-Siempre en la hora menos indicada ¿o no Don Simón?
-Así es hija, esos buenos para nada. Pero eso sí, bien puntuales cada quincena.
Mientras iba en el coche camino al trabajo, en cada esquina como garrapatas sobre el parabrisas: los lavacoches.
Esto me recuerda siempre a las películas de zombies, y me siento como si dentro del coche, a mi lado, así en un malentincito negro, estuviera el antídoto tan preciado.
Quiero acelerar, virar el volante, ir aplastando zombies con sus trapitos, cepillos y jabón en las manos.
-A la vuelta doñita.
-No, no, no quiero, gracias.
-¡Que no! ¡Le digo que no!
Y pienso: ¿Acaso mi boca no emite ningún sonido o qué?
-Págueme, deme aunque sea un peso o dos.
-Pero yo ¿por qué?
-Le lavé el coche güerita. Ándele.
-¡Pero yo ni lo pedí!
-¡Ahh!
Arranqué viéndolos manotear y chiflar groserías.
A la mañana siguiente salí a pasear al parque, seguro habría gente paseando perros, perros despeinados.
Corrí con el primero que vi, saqué mi cepillo y comencé a cepillar al esponjoso perro, el dueño inevitablemente se enojó, trató de decirme no, no, no moviendo su dedo de un lado a otro, gritando, con su cara roja; pero seguí cepillando al animalito enérgicamente.
Cuando medio terminé, ante los ojos sorprendidos, y enfurecidos del dueño, estiré la mano:
-¿Me da un peso o dos? Cepillé a su mascota- yo con la sonrisita satisfecha en la cara.
Recibí una mentada del dueño y un arañazo del perro.
Entonces comprendí el por qué era más fácil ser lavacoches.

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