martes, 10 de abril de 2012

"UNA CENA AGRADABLE", cuento, por silvia Cisneros

Ése lunes parecía ser un lunes común como todos los que yo había vivido. Hasta que cayó la noche y de la boca de mi madre salieron las palabras: “Mi’ja, baja, vamos a cenar”. Yo como toda buena niña cumplí con lo que mi progenitora me había inculcado desde que tengo memoria: poner los cuatro vasos que usábamos en mi casa junto con los manteles redondos con la orilla de color rosa mexicano que contrastaban con el mantel verde bandera. Aunque no lucían muy bien, y mira que ese “no muy bien” puede definir todo lo que mi familia era y por que no decirlo, también me puede describir.
En mi memoria siempre quedarán todas esas odiosas cenas que hasta mi último suspiro repudiaré, ese sentimiento de rencor, odio y asco que espero no volver a sentir jamás. Tal vez todo ese aborrecimiento comenzó porque mi madre de su menú nunca sacó la sopa de arroz rojo que nunca me gustó y aunque siempre le decía: “mami, hoy haz otra cosa, lo que sea, menos esa sopa”; ella nunca me escuchó.
Escuchar, eso era algo que ninguno de los tres miembros de la familia supo hacer. Y por eso, simplemente por eso, les pasó lo que les pasó.
Yo, ese lunes bajé primero, seguida por mi hermana, ¡Ah mi hermana! Si la diferencia tuviera cara seria la de ella y yo combinadas. El misterio de la Santísima Trinidad y el por qué somos hermanas, no logrará entrar en mi cabeza.
-¡Así no! ¡Estúpida! ¿Qué no has aprendido como poner los vasos después de tus miserables quince años de vida? ¡Ya ni la amuelas Gigi!
-Pues si no te gusta, hazlo tú. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no me gusta que me llames así? Mi nombre es Georgina.
-¿Y? A mí eso no me importa ya lo sabes.
-María deja en paz a tu hermana, por favor.
Este diálogo era el que siempre salía a relucir durante las veladas. Mi madre siempre benefició a María, aunque ella nunca llegó a confesarlo.
Un portazo dio aviso de que mi padre había llegado. Si hay un ser en esta tierra a quien realmente odie es él, sin duda alguna. Desde los tres años lo odio y llevo la cuenta de todas las malas caras, palabras y acciones a las que ha sometido y no lo digo por decirlo. Sí, las tengo contadas, en mi libreta de “Los Santos Odios” en la cual, la familia va primero. Sin embargo, al llegar no emitió sonido alguno, solo se sentó a esperar su comida.
Los cuatro estábamos en el comedor. Aquellos tres deleitándose y yo como siempre frustrada por el hecho de saber que aunque no quisiera tendría que comerme es maldito arroz.
“Una cena familiar es lo que todos esos bandidos y vagos que andan por la calle necesitan y más si tuvieran una familia como la nuestra”, es lo que solía decir mama al inicio de todas las cenas. Seguido del sermón, nos preguntaba a cada uno: “¿Cómo les fue en el día?” y luego seguía “¿Cómo me quedó el ARROZ? ¡Verdad que divino!” siempre volteaba a verme y lo único que yo hacía era bajar la mirada, pero aquel lunes no.
Ese lunes, con el tenedor que tenía en la mano, volteé a verla, de repente mi cuerpo se abalanza hacia el de mi madre, hundiéndolo en su ojo derecho una vez, seguida de otra y otra… pero ¿Por qué no otra vez?, si se siente tan bien. Sí se siente bien el ver la sangre corriendo por la cara de la mujer que te dio la vida y lo que más me gusto fue escuchar el “¡¡¡¡¡NNNNOOOO!!!!!” De ella y de María. Pero no fue suficiente, el plato de arroz que le había quedado “divinamente”, como ella decía, lo quebré en su cabeza, el romperse no fue impedimento para que yo le agarrara la cabeza y la azotara con la mesa, hasta que no se pudo mover.
Mi hermana por primera vez al verme no lo hacía con ese desprecio que sus ojos siempre dibujaron, lo hacía con miedo y me encantó verlo reflejado, sobre todo en ella. Agarré un vaso y se lo empiné en la nariz y comencé a golpearla hasta que su rostro se tiñó de rojo. Mi padre en todo ese tiempo, que pareció ser mucho, pero fueron solo unos minutos no hizo nada, nada, nuestras miradas se encuentran y él sólo regresó su vista para poder seguir comiendo, corro a la cocina por la olla de arroz y empiezo a darle golpes en todo el cuerpo con una satisfacción que jamás experimenté, un sentimiento que recorría todo mi ser y me hacía sentir muy bien conmigo misma. Paré de golpearlo cuando me cansé, creo que el infeliz se había dejado de mover veinte minutos antes de que yo parara. Hasta la fecha no sé por qué lo odiaba, simplemente lo hacía.
Hoy estoy aquí, en un lugar que llamo cuartel, ellos me protegen de que el arroz rojo no vuelva, ese maldito arroz rojo, arroz rojo, arroz rojo, arroz rojo, arroz rojo…

jueves, 5 de abril de 2012

Quincena- Mafer Morán

Al salir de la casa saludé rutinariamente a Doña Ester y a Don Simón, siempre quejándose de los pedinches “tocapuertas”.
-Siempre en la hora menos indicada ¿o no Don Simón?
-Así es hija, esos buenos para nada. Pero eso sí, bien puntuales cada quincena.
Mientras iba en el coche camino al trabajo, en cada esquina como garrapatas sobre el parabrisas: los lavacoches.
Esto me recuerda siempre a las películas de zombies, y me siento como si dentro del coche, a mi lado, así en un malentincito negro, estuviera el antídoto tan preciado.
Quiero acelerar, virar el volante, ir aplastando zombies con sus trapitos, cepillos y jabón en las manos.
-A la vuelta doñita.
-No, no, no quiero, gracias.
-¡Que no! ¡Le digo que no!
Y pienso: ¿Acaso mi boca no emite ningún sonido o qué?
-Págueme, deme aunque sea un peso o dos.
-Pero yo ¿por qué?
-Le lavé el coche güerita. Ándele.
-¡Pero yo ni lo pedí!
-¡Ahh!
Arranqué viéndolos manotear y chiflar groserías.
A la mañana siguiente salí a pasear al parque, seguro habría gente paseando perros, perros despeinados.
Corrí con el primero que vi, saqué mi cepillo y comencé a cepillar al esponjoso perro, el dueño inevitablemente se enojó, trató de decirme no, no, no moviendo su dedo de un lado a otro, gritando, con su cara roja; pero seguí cepillando al animalito enérgicamente.
Cuando medio terminé, ante los ojos sorprendidos, y enfurecidos del dueño, estiré la mano:
-¿Me da un peso o dos? Cepillé a su mascota- yo con la sonrisita satisfecha en la cara.
Recibí una mentada del dueño y un arañazo del perro.
Entonces comprendí el por qué era más fácil ser lavacoches.